domingo, 29 de diciembre de 2013

Hunting Luck

Antes de subir al coche, Harry palpó su bolsillo trasero. ¡Había olvidado la cartera! Fastidiado, volvió a casa, subió los siete escalones pisando solo los impares, y abrió la puerta. Ahí estaba, en el recibidor. La abrió, comprobó que su trébol de cuatro hojas estaba dentro y la guardó. Antes de volver a salir, se miró en el espejo de la entrada para espantar la mala suerte.
 
Había quedado con Lizzy, con quien llevaba saliendo unos meses. Todo iba bien entre ellos, pero por los fracasos de relaciones anteriores, Harry iba a la caza de la buena suerte e incorporaba a menudo nuevas manías a su día a día. Sin embargo no era algo nuevo. El hecho es que siempre había sido supersticioso y había usado todo tipo de amuletos desde aquella primera vez cuando contaba siete años, en que su madre, viéndolo tan nervioso antes del examen de Matemáticas, rebuscó en su caja de costura y sacó un precioso botón azul que colocó en su manita.
 
—Es mágico. Guárdalo en el bolsillo y verás como todo irá bien.
 
Desde entonces, Harry había ido variando de amuletos: usó calzoncillos de la suerte —que se ponía del revés en los exámenes—, bajaba siempre de la cama con el pie derecho, lanzó monedas en multitud de fuentes tras pedir un deseo, e incluso grabó un candado, con la fecha, su nombre y el de Ann, su ex-novia, lo colocó en la barandilla del Ponte Milvio y cogiendo su mano y mirándola a los ojos, lanzó la llave al Tevere. Aún hoy cree que si no hubieran retirado todos los candados debido al peso extra que suponían para la estructura, su relación no se habría roto hacía ya un año.
 
Subió al coche y condujo concentrado, buscando señales en las matrículas del resto de los coches en espera de toparse con alguna capicúa, mientras la pata de conejo se balanceaba rítmicamente junto a la llave de contacto. Habían quedado en un coqueto restaurante del centro, y sentados frente a frente, debatían sobre la suerte, disfrutando de un delicioso Zinfandel mientras esperaban la cena.
 
Groucho y sus genialidades
 
—O sea... A ver si lo he entendido bien... ¿Estás absolutamente convencido de todas esas cosas? Tus amuletos y supersticiones, los viernes trece..., todas esas bobadas.
 
—Ehhh... básicamente, sí.
 
—¿Y si hago esto? —dijo volcando el salero y derramando unos granos de sal.
 
—¡No! ¡No hagas eso! —saltó muy nervioso, tomando el salero y echando sal por detrás de su hombro izquierdo.
 
—¡Jajajaja! ¿Ves? A eso me refería, Harry. Son sandeces. Tienen poder sobre ti solo porque las crees. ¿Has intentado pasar de todo eso tan solo por un día? Comprobar que nada malo ocurre por ignorarlo. Es tu mente la que tiene el poder de atraer la desgracia o la suerte si así lo crees.
 
—Eso que dices me parece casi tan supersticioso como lo mío.
 
—Tienes razón, vale, pero lo que intento es que justamente veas el lado opuesto. ¿Por qué no lo intentas? ¡Desde mañana mismo! Levántate con el pie izquierdo e ignora todas esas supersticiones el resto del día.
 
Harry aceptó el reto. Le costaría trabajo pero estaba decidido, y así, pasaron todo el sábado, sin tréboles ni herraduras, sin evitar gatos negros o escaleras. Se atrevió incluso a abrir el paraguas dentro de la casa por el mero hecho de retar a la suerte. Vivieron un día divertido y al llegar la noche, contemplando a Lizzy dormida junto a él, se dio cuenta de que había temido no llegar a ese instante sin una desgracia, y el nudo que atenazaba su estómago durante todo el día comenzó a aflojarse.
 
—Gracias —susurró besándola.
 
A la mañana siguiente, se levantó temprano, contemplando feliz cómo ella aún dormía. Aunque se le hizo raro por la fuerza de la costumbre, bajó de la cama con el pie izquierdo. Estaba inspirado y creyó que podría retomar su faceta de escritor y avanzar con el capítulo. Se dirigió a su despacho tras desayunar y, antes de sentarse a escribir, se acercó al ventanal, admirando los colores otoñales del bosque ante su casa.
 
El repentino ruido de cristales rotos y un disparo arrancaron a Lizzy de sus sueños. Abrió los ojos asustada y saltó de la cama al no verlo junto a ella. Le llamó, recorriendo las habitaciones sin encontrar respuesta. Al entrar al despacho, su grito resonó en la casa. Harry yacía tendido junto al ventanal, con un profundo agujero rojo en su frente.
 
Cuando la policía llegó, Lizzy, conmocionada, no fue capaz de explicar nada. Supo después que todo fue un accidente fortuito, provocado por un vecino de la zona que practicaba el tiro en el bosque. Un gato negro saltó de repente de un árbol, haciendo que tropezara y que el arma se disparara involuntariamente, enviando la bala directamente a la cabeza de Harry.
 
Un mes después, amanece y Lizzy se despereza lentamente en la cama. Es domingo, y se puede permitir el lujo de quedarse un ratito más. Finalmente se guarda la pereza en el bolsillo del pijama y se levanta, plantando cuidadosamente primero el pie derecho. Baja trotando las escaleras hacia la cocina, y ve de refilón el nazar que ha colgado junto a la entrada. En poco tiempo, ha adquirido muchas supersticiones. Mientras prepara el café sumida en sus pensamientos, en su muñeca tintinean un trébol y una pequeña herradura de plata.
 
Nota: Post escrito para la Escena 13 "Móntame una escena… supersticiosa" propuesta por Literautas.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Breath

Voy hacia el instituto en el metro. Intento concentrarme en la música que escucho a través de los cascos o en el libro que tengo abierto ante mí. Es en vano. Mi mente se pierde en mis pensamientos sin remedio repasando mi cuidadoso plan. Sé que está ahí, como cada mañana, mirándome fijamente. Me hace sentirme sucia. Aun sin verle, sé qué cara está poniendo, cómo pasa su lengua por los labios en un gesto obsceno, y siento sus ojos de demente resbalar por mi boca, mi pecho y mis piernas que, expuestas por lo corto de la falda, se juntan para cerrarle el paso a mi sexo, acompañadas de un escalofrío involuntario.

Yo hago como si nada. No quiero tener el más mínimo contacto visual con él. El vagón se va llenando de gente a medida que nos acercamos al centro. Aún queda recorrido. Imagino su gesto de disgusto al no poder tenerme a la vista, y su cuello, estirándose para atisbar entre codos y barrigas y localizarme al otro lado del vagón. Me noto tensa, mi cuello agarrotado. Intento calmarme inspirando hondamente al tiempo que subo mis hombros y expulso el aire mientras los dejo caer de golpe. No pienso darle el gusto de que me domine incluso aquí. Nunca más. Bastante aguanté, viendo cómo abusaba de mi madre, cómo rompía su alma y su cuerpo en pedacitos, paliza tras paliza, cómo sufrí en mis propias carnes sus abusos sexuales las noches en que venía borracho y necesitaba desahogar sus impulsos tras dejar a mi madre inconsciente. Ella nunca lo supo. El muy cabrón ponía especial cuidado en disimular su deseo cuando ella estaba consciente, y yo era muy cría como para entender y vencer el miedo. Cuando con ayuda de mi tío Jaime mamá fue lo suficientemente valiente como para poner una denuncia, el mal estaba hecho, y aunque el juez dictó orden de alejamiento, ella ya no se recuperó jamás, y todas las palizas que llevaba a cuestas la quebraron por dentro sin remedio. Un buen día su cerebro le dio por fin la paz que buscaba. Supe que no podía hacer como si nada hubiera pasado mientras mi padrastro siguiera impune, abusando tal vez de otras y, como me prometí a mí misma la última vez que abusó de mí, ese día empezó a tomar forma mi plan.

La próxima parada es la mía. Él continuará aún su recorrido tres paradas más. Me levanto y me dirijo a la puerta, sabiendo, sin necesidad de mirarle, que no me quita ojo. El tren llega a mi parada y la puerta vomita el contenido del vagón en el andén. Yo me escabullo al siguiente vagón, sabiendo que nadie reparará en mí más de lo habitual. Me abro paso como puedo hasta la puerta opuesta y me recuesto contra ella, intentando calmar los latidos de mi corazón.

 

Pasa una parada más. La siguiente será de doble andén. Mi pulso se acelera un poco, pero estoy preparada. En cuanto se abre la puerta junto a mí, subo mi capucha, salgo y me diluyo entre la gente que entra al siguiente vagón, atestado de gente como estaba previsto. Me quedo junto a la puerta y el tren se pone en marcha. Lo intuyo levantarse para aproximarse a la puerta frente a la mía y su odiosa calva asoma al poco por delante de mí. Trago saliva. Llega el momento. Me acerco por detrás, como uno más, preparándome para salir. Me sitúo un poco escorada tras él, apretando la mano dentro de mi bolsillo y casi pegada a su costado. El andén aparece ante mí a cámara lenta. La puerta se abrirá en segundos. Unos y otros empujan pidiendo paso. Sujeto la jeringuilla con firmeza y, sin sacar la mano del bolsillo, la aprieto contra su cintura y vacío el contenido con decisión. Las puertas se abren en ese instante, y ayudada por los empujones de los que quieren salir, avanzo hacia la puerta sin mirar atrás, viendo por el rabillo del ojo cómo un hombre se dobla y cae a mi izquierda.

Salgo corriendo frenética, como muchos otros hacia su destino. El mío es salir a la calle y llegar al instituto, a seis manzanas. Habría querido hacerle daño, oír sus gritos, ver su dolor a medida que un cuchillo desgarraba sus entrañas, cortaba su miembro en pedazos, se retorcía dentro de su pecho en busca de un corazón inexistente... Pero no, no podía arriesgarme a que me pillaran, y elegí un método que no llamara tanto la atención. El veneno también me servirá, aunque sea menos doloroso para él.

En plena carrera por las escaleras mecánicas, noto que alguien me agarra del brazo.

—¡Eh, espera! —dice un chico boqueando—. Creo que se te ha caído esto.

Me da un vuelco el corazón y en segundos creo morir, pero al bajar la vista me sereno. Muestra en sus manos mis casquitos. Debieron caérseme en mi loca carrera.

—¡Muchas gracias! ¡Qué haría yo sin mi música!

A pesar de su atractivo no es el momento de ligar, y tengo que contentarme con sonreír a esos ojos azules y esperar a tener la suerte de encontrármelos en otro momento. Me giro y retomo mi ascenso. Subo los escalones de dos en dos, deseando salir y respirar. ¡Por fin! ¡La calle! Nunca el aire me supo mejor. Solo paro un instante para recuperar el aliento y corro, corro y corro, llenando de ese maravilloso aire mis pulmones, sintiéndome libre. Mi plan ha funcionado. Me siento exultante. Lanzo la jeringuilla a un contenedor camino del instituto al tiempo que pienso:

—Creo que esta vez, el examen de Química lo bordo.
 

jueves, 5 de diciembre de 2013

Still, Very Still

El acostumbrado parón a media mañana no podía faltar. Cruzaba la pequeña calle adoquinada hacia la cafetería de enfrente y disfrutaba de veinte minutos sin emails ni llamadas de teléfono. Era el único momento del día en que se daba un respiro. Se sentaba junto al ventanal y la linda Becky le llevaba un capuccino bien caliente y un croissant recién horneado. Henry lo tomaba a sorbitos y mordisqueaba el bollo con deleite. Hoy necesitaba especialmente ese pequeño instante, a solas con sus pensamientos y su ritual, pues en cuanto entrara en la oficina le esperaba una reunión crucial. Su jefe, Peter, había sido propuesto para la dirección de la sede de la oficina en Nueva York, al jubilarse el actual, Robert. El otro candidato era Ellie, una arpía de pies a cabeza, capaz de pisotear a quien se cruzara en su camino para conseguir sus propósitos. Llevaba toda la semana recibiendo veladas amenazas por parte del grupo de Ellie, conminándole a votar en favor de ella. Se rumoreaba que habría empate y ello daría la victoria a Peter, que llevaba más años en la empresa. Pero Henry no había querido dejarse intimidar. Sabía que si ganaba Peter, él, como su mano derecha, sería trasladado también y por fin viviría en la ciudad de sus sueños.

Terminó el desayuno y se despidió de Becky con una sonrisa agradecida cuando ella, sabedora de la importancia de la reunión, le colocó con gracia un trébol de cuatro hojas en la solapa de la chaqueta y lo besó en la mejilla. Cruzó de vuelta al edificio, haciendo sonreír a cada adoquín que pisaba —tal era el optimismo y buen humor que emanaba—. 

Subió hasta su despacho, revisó rápidamente el correo y se dirigió a la sala de reuniones. Cuando llegó ya estaban allí todos los convocados y no tuvo más remedio que sentarse entre los del otro bando: a su derecha, Ellie; a su izquierda, el ambicioso Luke.

Robert abrió la reunión y relató emocionado su trayectoria en la compañía. Hubo sentidos aplausos al final de su discurso, momento en que Henry notó un leve pinchazo en el tobillo y pudo ver por el rabillo del ojo un pincho retráctil en el zapato de Luke mientras retiraba el pie. Robert, sin más preámbulos, presentó a los dos candidatos y dio paso a la votación.

—Por antigüedad en la empresa, empecemos con Peter. ¿Votos a favor?

Una tras otra se fueron alzando las manos previstas, hasta llegar a Henry, en quien todos los ojos se posaron. Mostraba una sonrisa hierática, mientras por dentro sentía miedo y desesperación. Estaba completamente inmóvil y su garganta agarrotada. Parpadeaba sin poder expresar emoción alguna y sin poder emitir el más leve sonido. "¿Qué me han hecho?", pensaba impotente.

Nadie parecía percibir que algo le ocurría. Él miraba fijamente a Peter, pidiendo auxilio por dentro, pero la cara de su jefe solo mostraba una tremenda decepción.

—Seis,... siete... ¡Siete votos a favor de Peter! —concluyó Robert.


The Brooklyn Bridge

Nada iba según lo previsto. Los ocho restantes apoyaban a Ellie. Henry veía su sueño de ir a Nueva York desvanecerse y Peter, abatido, ocultaba su rostro entre las manos.

—Ahora los votos a favor de Ellie.

Varias manos empezaron a elevarse hacia el techo, al tiempo que James, uno de los chicos de Ellie, se levantó como impulsado por un resorte y abandonó la sala a toda velocidad, ante la mirada atónita e intrigada de todos los presentes. Ellie, furiosa, echaba fuego por los ojos y apretaba los puños hasta clavarse las uñas.

Robert, divertido por tanta sorpresa, inició el recuento en voz alta.

—Cinco, seis y... siete... ¡Bien! ¡Empate! —recapituló—. Como sabéis, el procedimiento de la compañía deja muy claro este punto y el empate se deshace por antigüedad. Así que... ¡Enhorabuena, Peter! A partir del próximo mes, serás el nuevo director de la oficina de Nueva York. 

Ellie abandonó la sala como una exhalación, mientras Peter se ponía en pie, agradeciendo las felicitaciones de los presentes. Henry, aún inmóvil, parecía notar un cosquilleo y esperaba que fuera síntoma de la vuelta de su movilidad. Ardía en deseos de excusarse ante su jefe, explicarle la trampa de la que había sido objeto y darle la más sincera enhorabuena. Todos fueron saliendo y Henry tardó un rato en recuperar la movilidad, pero en cuanto lo hizo, corrió a explicar a Peter lo sucedido antes de que fuera demasiado tarde.

La tensión del momento vivido y acaso también lo que fuera que le habían administrado lo habían dejado exhausto y decidió bajar a desentumecer los músculos. Entró al bar de Becky.

—Te veo feliz. Temí haberme quedado corta con el laxante —dijo ella nada más verlo entrar.

—¡No me lo puedo creer! ¿Fue cosa tuya? —preguntó sin dar crédito.

—¡Claro! ¿Qué esperabas? Estuvieron aquí esta mañana justo cuando saliste. Les oí jugar sucio. Tenía que hacer algo y eso fue lo primero que se me ocurrió. Actué casi sin pensar. No sabía si surtiría el efecto previsto, y solo pude adulterar uno de sus cafés, pero veo que funcionó.

—Lo hizo, lo hizo. Eres toda una mujer de acción por lo que veo.

—Claro que sí. Y mi próximo objetivo es... encandilarte para que me lleves a Nueva York.

—¡Vaya! ¡Jajaja! Eso no me lo esperaba, pero me parece una idea muy interesante. Tienes tooooda una semana para convencerme.

—Pienso aprovecharla —dijo contoneándose.

—No me cabe la menor duda.
 
Nota: Post escrito para la Escena 12 "Móntame una escena… muy, muy quieto" propuesta por Literautas (reescrito aquí con leves variaciones). Puedes ver los relatos participantes aquí.