jueves, 28 de febrero de 2013

Masquerade


No le apetecía nada, pero estaba indefenso ante el pertinaz Lucas, no solo porque fuera un gigante, sino porque era su mejor amigo, y finalmente decidió no malgastar la energía en batallas perdidas. Iría a la fiesta de máscaras, y lo haría por Lucas, pero no tenía intención de quedarse mucho.

—¿De dónde saco yo vestimenta para algo así? ¡Es este sábado! —murmuraba Adrián mientras rebuscaba en el armario.

Su insistente negativa a ir se debía a la reciente ruptura con Alba. Desde que la conoció y durante casi un año, habían sido inseparables y felices hasta que, hacía tres meses, había surgido otra persona que sumió a Alba en un mar de dudas, y planteó dejar la relación. Él decidió que era el fin, que no iba a quedar en el banquillo, esperando por si el nuevo jugador era expulsado y él volvía a entrar en el juego. Fue como un mazazo y aún la quería. Lo sentía aún reciente y no le apetecía nada hacer sociedad.

Tras algunas llamadas a amigos consiguió ropa elegante, de corte medieval y una preciosa máscara forrada en raso negro con una particular forma de nariz puntiaguda que, junto a la abertura oblicua para los ojos, le hacía parecer otro. Completado con su melena, el conjunto quedaría redondo.

Y llegó el sábado. Adrián salió de la ducha y se secó enérgicamente. Se afeitó y se arregló un poco las patillas. Entró en la habitación, donde las prendas, dispuestas sobre la cama, esperaban a cobrar vida. Se vistió, ajustó bien los blancos puños de vuelo, que asomaban por la manga de la levita morada, y se puso un vistoso pañuelo color mostaza en el bolsillo superior. Se colocó la máscara. ¡Listo! Estaba impactante. Sonrió satisfecho a la imagen que le devolvía el espejo.

Llegaron ya empezada la fiesta. No querían ser de los primeros y, cuando aparecieron, el inmenso salón ya bullía de conversaciones, risas y movimiento. El anfitrión no había reparado en gastos, su fortuna se lo permitía. Los camareros pasaban bandejas con exquisitos canapés y excelentes vinos. El champán soltaba las lenguas y quebraba posturas. Tras un rato, Adrián, despistado por Lucas, se encontraba solo, pero relajado y disfrutando. Divisó a unos metros a una sugerente pelirroja vestida de verde, que en ese momento apuraba su copa. Sin dudarlo, tomó de la bandeja que pasaba dos copas al vuelo y se acercó a ella.

—¿Más champán? —dijo tendiéndole una.

—¡Claro! Pero brindá conmigo —aceptó ella con una sonrisa y marcado acento argentino.
 

Venetian Masque by Ariadna Pinyana


Iniciaron una charla, superficial al principio, algo más personal después. Las máscaras ocultaban sus rostros, pero la boca de ella, siempre sonriente, enmarcada por la impresionante melena, le tenía rendido. Solo pensaba en besarla. Bailaron, bebieron, rieron... Adrián se había quitado la máscara, incapaz de soportarla por más tiempo, pero Selena aún la conservaba y su rostro era un misterio.

El tiempo había pasado volando y en contra de las intenciones iniciales de Adrián, la cosa se había alargado y fuera del palacete pronto amanecería. Selena era encantadora. En un arrebato, Adrián propuso salir a ver amanecer sobre el mar, y al poco, descalzos los dos, pisaban la fina arena de la playa, aún fría a esas horas. Caminaron un rato, sin dejar de conversar, y se sentaron a ver despuntar el día junto al espigón, al resguardo de miradas curiosas.

—¿Puedo ver tu rostro ahora? —preguntó Adrián dulcemente.

Selena se llevó las manos a la cabeza con delicadeza y, despacio, se retiró la máscara. Adrián quedó mudo al ver ante sus ojos a una desconocida Alba, pelirroja y diferente. Unido al acento argentino, era normal que no la hubiera reconocido. Ahora se sentía como un perfecto imbécil y sin dudarlo, se levantó para irse, pero ella lo detuvo agarrando su mano.

—Adrián, por favor —ya sin falsear su voz—, escúchame.

Le explicó que realmente no hubo nada serio con el otro chico, ni con nadie, pero conociéndole, sabía que no podría llamar a su puerta sin más diciendo que todo había sido un error. Así pues, acudió a Lucas, y le convenció para que lo llevara a la fiesta. Necesitaba acercarse a él y tantearle de incógnito.

—He meditado mucho. Sé que te echo de menos y que te quiero.

­—Alba, no es tan fácil. He pasado tres meses de infierno. ¿Quieres que lo olvide sin más?, ¿que haga como si nada? Tengo miedo, pánico más bien, de que vuelvas a dudar..., de dudar yo mismo.

—Te entiendo, amor. Yo también. Pero hay que vivir el ahora. El miedo no puede atenazarnos, sino darnos alas.

Ambos quedaron en silencio por unos segundos, con la mirada perdida en el horizonte donde el sol despuntaba. Alba, se giró hacia él y mirándole con ternura le dijo:

—¿Te... atreverías a intentarlo de nuevo?

Adrián respiró hondo y cerró los ojos. Al abrirlos, la atrajo hacia sí y, por toda respuesta, le dio el mejor beso que tenía, uno lleno de esperanza.




Nota: Este post (retocado) es el que envié para la Escena 6 propuesta por Literautas, que tenía que ocurrir durante un carnaval o una fiesta de disfraces, y debía haber un personaje que tuviera miedo de algo, por los motivos que fuera. Yo estaba flaca de inspiración, pero me forcé a escribir, para no perder el hábito. Algunos de los posts escritos para la escena por otros participantes me han parecido geniales. Si queréis echar un vistazo, podéis hacerlo aquí.
 

martes, 26 de febrero de 2013

Mother, What Did You Do?

—Nadia, tranquilícese. Su estado es grave. Necesita de un trasplante urgente. Hemos avisado a su madre y está de camino. Hay muchas probabilidades de que sea una donante válida.


Elena está en un taxi, nerviosa. Casi no puede pensar. El corazón le late a mil por hora, y su mente, ajena al recorrido, revive una y otra vez una escena acaecida mucho tiempo atrás. Era una apacible tarde de primavera. Había estado caminando por el parque, y llevaba un rato sentada en un banco junto al lago, leyendo una novela de Paul Auster. La historia la tenía completamente concentrada y fascinada. Apenas levantaba la vista del libro y por ello tardó unos minutos en percibir el llanto de un bebé. Intento escuchar y detectar de dónde procedía, pero no veía ninguno cerca. Se levantó, con los oídos alerta, y se encaminó hacia un árbol al que rodeaban en parte varios arbustos. Allí, semioculto tras ellos, descubrió a un bebé envuelto en una toquilla, tumbado sobre una manta de juegos, en la que reposaba un sonajero de juguete y una bolsa con un par de pañales de muda y un biberón. Se sorprendió muchísimo. En la escena solo echaba de menos a la mamá o al papá, pero allí no había nadie más. Se agachó y recogió a la criatura del suelo y la acunó en sus brazos para calmarla. Debía de tener unas semanas. Era una niña, ¡tan pequeña!, con sus grandes ojos grises anegados en lágrimas. Dejó de llorar cuando se sintió protegida y a Elena le pareció que hasta sonreía. Estuvo allí un buen rato con ella en brazos, haciéndole cucamonas y dándole el biberón cuando sospechó que podría estar hambrienta. Cuando parecía evidente que no iba a volver nadie a por ella, sopesó sus opciones y descubrió que no era capaz de despedirse de ella entregándola en comisaría o en un hospital. Algo le impelió a llevarla a casa para disfrutar de ella un poco más.

Pasó toda la noche pendiente de la niña, pensando, debatiéndose entre sus deseos, el bien y el mal, maquinando estrategias de todo tipo, y la mañana le sorprendió con los ojos como platos y con una determinación inusual en ella. Salió a primera hora de casa, fue derecha a una tienda de cosas para bebés y compró un cochecito. De vuelta a casa se aprovisionó de pañales, biberones y alimento para la pequeña. Empaquetó lo que creyó más importante en una maleta y salió con la niña, camino de la estación de tren. Compró el billete con destino a Alicante y dejó la capital.

Se instaló en un hotel mientras buscaba alquiler y envió una carta a su empresa para darse de baja. Inscribió a la niña en el registro como hija suya, y estuvo muy atenta a los periódicos y la televisión en las primeras semanas, pero con el tiempo se relajó. El dinero que tenía ahorrado le permitió tener un margen para gestionar con su empresa un cambio de ubicación que, afortunadamente, fue posible, ya que contaba con oficinas en todo Levante. Con el paso de los meses y estando completamente instalada, decidió vender el piso que dejó en Madrid para contar con otra fuente de ingresos, y se olvidó de su pasado. Se volcó de lleno en Nadia, y en vivir la nueva aventura con la que el destino la había premiado. Su hija creció sana y le regaló una existencia no soñada. Enterró su secreto tan profundamente que lo había olvidado ella misma y había aceptado como cierta la historia que tantas veces le contó a la niña cuando, de pequeña, preguntaba por su papá. Para ambas, él murió antes de nacer Nadia, y la identidad que había escogido Elena era la de un vecino que tuvo en aquella época, quien no tenía familia y, efectivamente, falleció por entonces en un accidente de coche. Había añadido algún detalle romántico, para que la niña no le diera vueltas al asunto cuando fuera haciéndose mayor, así pues, Daniel, que así se llamaba, estaba enamoradísimo de ella, y tenían planes de boda que se vieron truncados fatalmente. Fue poco después del accidente cuando Elena descubrió que estaba embarazada. ¡Curiosa mentira! Ella, que jamás había llegado a acostarse con un hombre y tan solo había tenido un medio novio con el que no cruzó más que cuatro besos. ¡Qué extraño es el destino! Sí, sí, el destino. Elena asumió su mentira como una verdad producida por el destino, que le había puesto al alcance a aquella pequeña criatura una tarde de primavera.

—Me dijo la entrada principal. ¿Le viene bien aquí?

Not a case of Lupus this time
La voz del taxista la saca abruptamente de sus pensamientos. Abre nerviosa el bolso y paga la carrera. Recibe la bofetada del frío en el rostro casi con alivio. Necesita desenterrar sus recuerdos y encontrar desesperadamente a los padres biológicos de Nadia, si es que existen, y no sabe ni por dónde empezar. Su mente es un torbellino de pensamientos. Acudirá a la policía, les contará la historia, usará Internet y cualquier medio a su alcance para difundirla. No tiene miedo de ir a la cárcel, de ser sometida a insultos populares, de ser apedreada. Volvería a hacerlo de nuevo sin dudarlo un solo instante. Nadie podrá arrebatarle jamás lo que ha sido su vida con Nadia en estos treinta años. Lo que más teme es al rechazo de su pequeña y a no ser capaz de salvarla y que se vaya para siempre. Y también a su conciencia, que parece torturarla sin respiro con una pregunta, formulada con voz infantil, que se repite insistentemente en su cabeza:

—Mami, ¿qué hiciste?
 

viernes, 22 de febrero de 2013

Ungiven Kisses

Abro los ojos y ya es de día. Me estiro perezosa, tooooodo lo que mi cuerpo permite ser estirado, y resuelta a no desperdiciar la mañana, salgo de la cama. Aún adormilada, abro la ventana, sonriendo al comprobar que hace un día precioso y dejando que la luz inunde mi habitación. Al girarme, ahí la veo, olvidada en una esquinita. Me quedo parada y sorprendida, mirando como una boba la bolsa de los besos que guardaba para ti. Besos, sobre todo, pero también caricias, días perfectos, siestas veraniegas, noches de pasión... Es muy temprano para dejar viajar la mente soñadora en lo que podría haber sido, y además, ¡aún no he desayunado!, así que, mejor será que me encamine a la cocina. Y eso hago. Mecánicamente voy preparando mi desayuno, que disfruto pensativa y en silencio. Mi zumo de naranja, mis tostadas, mi café. Según doy cuenta de ello, mi mente divaga y vaga, transcurre por una dimensión alternativa durante un buen rato. Un gorrión que aterriza momentáneamente en mi terraza me trae a la realidad. Recojo la cocina y cuando salgo de ella sé lo que tengo que hacer. He decidido vaciar la bolsa.

Creo que es una sabia decisión. Dejaré en ella los besos de amistad, ¡esos sí!, y los abrazos, esos maravillosos abrazos. Pero he de deshacerme de los besos de amor, porque los besos de amor no dados se emponzoñan con el tiempo, se llenan de un veneno que no mata, pero que hace daño al alma y la vuelve turbia y rugosa. Abriré la bolsa y haré tres montones. Para el primero, me acercaré una mañana a a la cima de una montaña, al nacimiento de un río, o a un acantilado, y allí, dejaré que uno a uno, despacito, vayan saliendo, liberados. Para el segundo, voy a preparar la tierra en el jardín, para sembrarlos y darles cuidado con mimo y esmero, a ver si nace un árbol de hoja perennne y roja, con forma de corazón. Y el tercer montón de besos voy a guardarlo en una botella y salir a navegar en un velero, y cuando esté mar adentro, los lanzaré al agua, permitiendo que vayan a la deriva y recorran mares y océanos hasta llegar a alguien con hambre de besos.

Kisses in a bottle (based on a picture by Kraftwerckk)


...Looking for a recipient for ungiven kisses...



domingo, 17 de febrero de 2013

The Blue Envelope

Soy peluquera. Como puedes suponer, a lo largo del día me cuentan muchas historias. Mis clientas hablan de sus enfermedades, de lo listos que son sus nietos, de lo gorda que se ha puesto la vecina o de lo mala malísima que es la suegra, chismorrean de lo que ven en las revistas, de los famosos, de los casposos, de los escándalos que se van destapando en este país. Pero también, me cuentan sus vidas amorosas e infidelidades cada día. No siempre con palabras ni de modo consciente, pero de algún modo me lo cuentan, con sus cambios de look, su repentina preocupación por lucir impecables manicuras, su nerviosismo y brillo especial en los ojos, y lo percibo especialmente si las conozco desde hace tiempo y he visto que estas cosas solo las hacían muy de tanto en tanto o para una boda. Son mis clientas, sé de qué pie cojean. Hablan ilusionadas, vuelcan en mí confidencias que a veces no cuentan ni a sus mejores amigas. Soy una suerte de psicóloga tal vez, pues desde luego psicología no me falta, aunque ésta sea de andar por casa. Les hago preguntas, tantas como ellas me permiten, y ahondo tanto como puedo para hacerme una idea de la situación y darles mi opinión sincera. Son mis niñas, y cuando vuelven al cabo de la semana o del mes, nada más saludarlas ya sé si ha habido cambios buenos o malos desde la última vez.
 
Malena es una de ellas. Debe rozar la cuarentena, y la conozco desde hace años. Venía a cortarse las puntas y peinarse cada mes y medio, y excepcionalmente cuando tenía algún evento. Últimamente viene cada semana, a peinarse y a hacerse las uñas, y una vez al mes, pide cita para la de estética y se hace limpieza de cutis o alguno de esos tratamientos rejuvenecedores. Tiene un brillo especial en la piel, no solo producto de los tratamientos de belleza, sino más bien como si su piel sonriera, como si cada pose en ella tuviera ahora una gracia y frescura nuevas, que antes no estaban. Me empezó a contar su historia desde el primer día. Después de llevar años viuda, sola y aburrida, había decidido apuntarse a grupos de lo más diverso sin éxito aparente, hasta que por fin había conocido a alguien por Internet, en una de esas redes sociales de contactos tan en boga hoy en día. Estaba radiante, ilusionada y feliz como si tuviera veinte años. Me alegraba por ella, siempre había pensado que era un desperdicio que una mujer como ella estuviera sola. Era inteligente, atractiva, dulce y divertida.

Tras unas semanas, él le confesó que estaba casado, pero que no era feliz y quería dejarlo, lo cual les llevo a algunas tiranteces y a un intento de cortar por lo sano por parte de Malena, que tenía las ideas muy claras y no quería ser la amante. Quedó para hablar con él, y le dijo que no podía seguir más tiempo a dos aguas. Debía tomar una decisión: o seguir con su mujer, o dejarla y estar con ella. Le dejó bien claro que las medias tintas no le parecían justas para ninguna de las dos.

La última vez que vi a Malena vino a peinarse y a despedirse. En mi vida la había visto tan feliz. Él había accedido y, aunque sabía que sería un largo proceso que su mujer ni sospechaba, estaba decidido a pedirle el divorcio y empezar una nueva vida con Malena. Había dejado una larga carta a su mujer, explicando sus motivos, pidiéndole perdón por comunicárselo así y prometiéndole hablar en unos días, pues esa misma noche saldrían de viaje juntos, sin esconderse de nadie, y a su vuelta, contactaría con ella para hacer una separación lo más civilizada posible.
 
The blue envelope
De eso hacía ya una semana. Recuerdo claramente cada una de las cosas que hice ese día, hasta con quién hablé o qué comí. Al final del día, salí de la peluquería y conduje hacia casa, deseando abrirme una cerveza y descansar un rato. La estupefacción inicial que se dibujó en mi cara cuando entré y lo vi, me duró unos minutos. En el aparador de la entrada me esperaba un sobre azul. Tenía mi nombre escrito con la inconfundible letra de Carlos. Lo abrí a cámara lenta, sabiendo el contenido antes de leer una sola palabra. Lo leí de tirón. Como una sonámbula me dirigí a la nevera, saqué una cerveza y fui a sentarme al sofá del salón, muy tranquila. Tomé un trago directamente de la botella y, poco a poco, la sonrisa iluminó mi cara, mientras saboreaba un hecho que, sin saberlo, había estado deseando largamente.

—Soy... libre —musité.

Pues sí, ya ha pasado toda una semana. Malena y Carlos estarán a punto de volver. Seguramente piensan que mi reacción va a ser otra, quién sabe, pero no le voy a poner el más mínimo problema. Mentiría si dijera que no me duele, al menos un poquito, sobre todo comprender que él y yo no éramos felices juntos y no nos dábamos ni cuenta, habíamos puesto un velo a la realidad de la relación. Yo había llenado el vacío viviendo la vida de mis clientas, en lugar de vivir la mía propia. Nuestro día a día en cierto momento se volvió rutinario, y nos llevábamos bien, pero más como dos personas que comparten piso y coinciden a la hora de cenar, cruzan unas palabras y salen juntas de tanto en tanto. Tengo mucho cariño a Carlos, y le deseo lo mejor, y he de aceptar que ni yo era para él, ni él para mí. A veces hay que pararse en mitad de la vida, romper la rutina del dejarse llevar y asomarse desde fuera, como si vieras una película en la que los actores son otros y, en ese momento, preguntarte si serías feliz con una vida como la de la protagonista, y ser muy sincera y honesta contigo cuando respondas. En mi caso, fue la vida la que tomó la iniciativa, pues yo andaba en el limbo, pero no siempre es ella quien te organiza los pasos a seguir y te zarandea, y has de ser tú quien tome las riendas. Yo ahora tengo un nuevo camino ante mí, y estoy ilusionada y ansiosa por recorrerlo.

—¡Riiiiiiiiiiinnnnng, riiiiiinnng!

Ese debe ser Carlos.