viernes, 20 de septiembre de 2013

The Planet Of Music

Andaba yo sentado al borde de mi Luna, como me gusta hacer los sábados por la noche, cuando todo está en silencio, roto a veces por el paso de alguna estrella fugaz. Me pierdo en mis pensamientos y cavilo en mis cosas con los pies colgando, observando el Universo mientras me dedico a pescar estrellas. Cada vez que pica una, tengo una breve charla con ella y al cabo del rato, la vuelvo a soltar, libre de volver a su lugar en la inmensidad de la galaxia, o de reubicarse en otra parte, si tal es su deseo.
 
Como digo, tan absorto en mi mundo estaba, que no vi aproximarse a una estrella y, cuando noté el tirón de la caña, tuve que agarrarme como pude a los bordes de la Luna para no caer al vacío. ¡Era una estrella errante! ¡Qué suerte la mía! ¡Había pescado una estrella errante! Las adoro, he de confesar. Son tan independientes y tan de mundo, y tienen una aureola de misterio tal, que resultan irresistibles. Charlar con ellas es como abrir un libro de aventuras infinitas. Y en eso estábamos, ella relatando anécdotas y yo escuchándola como un bobo, fascinado y con la boca abierta, cuando, en plena conversación, preguntó:
 
—¿Has estado alguna vez en el Planeta del Silencio?
 
—No —respondí, con los ojos intrigados y oliendo a aventura.
 
—¡Vamos! —dijo—. ¡Sube!
 
Colgué mi caña en la Luna, y sentado entre dos de sus puntas, fuertemente agarrado, emprendimos un corto viaje a la velocidad de la luz.
 
—¡Es aquél! —dijo, señalando un precioso planeta de color pomelo al que nos aproximábamos.

A moonboy
Aminoró la velocidad y se acercó despacio, depositándome lo más cerca que pudo sobre la superficie de una loma. Nos despedimos y se alejó con elegancia, volviendo a situarse en el cielo nocturno, en espera de mi regreso.
 
Caminé tanteando el terreno, intentando acostumbrarme a la extraña gravedad. No flotaba, pero sentía que podía hacerlo si me lo proponía, y de hecho, cuando me sentí más confiado, bajaba por la ladera de la loma saltando, y posando los pies brevemente para impulsarme y volar de nuevo. El silencio era absoluto, salvo por el leve sonido de mis pies cada vez que tocaban el suelo. No veía más que tierra anaranjada y grandes rocas, y un río que se abría paso en silencio. Ninguna vegetación a la vista. Tal vez en esa parte del planeta no había insectos, aves u otros seres que le dieran cierta ruidosa armonía. No había tenido tiempo de investigar mucho, la verdad, y esa zona parecía desértica. Decidí aproximarme a una formación rocosa e iluminada que había divisado desde la cima. Tenía el aspecto de un anfiteatro natural, y todo apuntaba a que allí encontraría a sus habitantes, más por la luz que por el sonido. Ya cerca, sin hacer ruido, trepé por uno de los flancos para alcanzar el borde y poder observar lo que allí ocurría sin que me vieran. Cuando asomé la cabeza, vi mucha gente en las gradas, y cinco de ellos de pie, en el escenario. Era una especie de asamblea, supuse. Nadie hablaba, pero tras prestar atención, comprendí que se estaban comunicando de algún modo. Observé que, a pesar de la agitación que se adivinaba en algunos y de los gestos con que la acompañaban, nada se oía, y una mirada más precisa me hizo darme cuenta que todos parecían levitar, pues no tocaban la superficie. Al fijarme en sus extraños rostros, vi que no diferían en mucho de los humanos, y que lo que tomé por un hocico y orejas negros, era en realidad una suerte de artilugio, formado por una pieza negra triangular que les cubría la punta de la nariz y de la que salían a cada lado unas tiras hacia las orejas, cubiertas completamente con una funda negra, para terminar atadas detrás de la cabeza. Eso les daba cierto aspecto ratonil.

Tanto me había abstraído en la observación y tanto había estirado el cuello para ver bien, que no reparé en que tenía medio cuerpo volcado sobre el borde, lo que hizo que perdiera el equilibrio y diera con mis huesos en el suelo de la grada superior, soltando una imprecación, bastante más alto de lo que el sentido común de quien permanece escondido pudiera aconsejar. Como era de esperar, todas las cabezas se volvieron hacia mí, y sus caras mostraban un asombro mayúsculo, juraría que más por haber escuchado un ruido, que por toparse con un moonboy por los suelos. Me levanté y recompuse mis ropas, y como todos los ojos seguían el menor de mis movimientos, levanté tímidamente una mano y saludé:

—¡Hola! ¡Bonito planeta! —dije mostrando la mejor de mis sonrisas.

Grand Canyon or The Planet of Silence?

No sé cómo explicarlo, pero, de algún modo, me devolvieron el saludo. No es que les escuchara decir nada, no es eso. Fue más bien una comunicación... mental. Estaba perplejo y atónito. Si hubieran pronunciado algún sonido en su lengua, no habría entendido nada, pero aun sin mediar palabra, se estaban comunicando conmigo. De hecho, no era necesario que yo dijera nada. Mis pensamientos les llegaban también de alguna manera. No me sentí amenazado en ningún momento, —en todas partes saben de la existencia de los moonboys, de nuestro gusto por recorrer el espacio y que somos seres pacíficos—, sino que me sentí más bien un bicho raro, pues estaban cautivados y hervía en ellos verdadera curiosidad por mi habilidad para sonar, algo que ellos habían olvidado muchas generaciones atrás. "¡Qué raza más curiosa!", pensé. La causa de su mutismo parecía no estar clara, pero llevaban tanto tiempo comunicándose así, que realmente no echaban de menos los sonidos, ni estaban habituados a dar palmas o chascar los dedos, y por supuesto no sabían hablar, no ya mi lengua, sino ninguna otra. Me enteré de que cubrían sus orejas para preservar mejor ese silencio. Les comuniqué mi perplejidad al saber que desconocían el sonido de la risa, y sobre todo de algo tan maravilloso como la música. Al ver que no comprendían las ideas que se formaban en mi mente para intentar explicarles lo que era la música, decidí que, ya que no eran sordos, lo mejor era que lo escucharan por sí mismos.

Me llevé la mano al bolsillo y saqué mi pequeño reproductor de música. No imagináis el delirio que supone para los sentidos conectarlo cuando estoy en mi Luna, y hacer que suene a través del pequeño, pero potente amplificador, dejando que la música se pierda entre las estrellas y lo llene todo. Aquel anfiteatro también sería perfecto para mi demostración. Maniobré los controles con destreza y decidí empezar con algo clásico. Pasaron horas extasiados ante tanta maravilla. Casi todos se habían despojado de los cobertores de orejas, en un ansía por captar más. Les veía completamente entregados, conmovidos ante tanta belleza, pero yo me tenía que ir. Estaba a punto de amanecer. Veía por el rabillo del ojo a mi querida estrella errante haciéndome brillantes guiños para llamar mi atención, así que, me despedí de todos y prometí volver muy pronto con más sonidos.

Como los moonboys siempre cumplimos nuestras promesas, desde entonces voy con frecuencia, y me acompaña mi estrella favorita —Naya es su nombre, y nos hemos hecho inseparables—. Tras aquel inicio con la selección de algunas piezas clásicas de las grandes, pasé por muchas más cosas, desde ópera hasta soul, jazz o blues. Hoy les llevo pop de todos los tipos, y creo que les va a encantar. Les veo preparados para bailar, incluso, y si no, ¡al tiempo! 

Ya viene Naya. ¡Qué locuela! Viene casi haciendo cabriolas.

—¡Sube, Kay! —dijo coqueta—. ¡Rumbo al Planeta... de la Música!
 

2 comentarios:

  1. Aunque no tiene final sorpresa esta vez, es fácil disfrutar de tus historias, siempre :)

    Un abrazo

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    1. Lo que es fácil es disfrutar con comentaristas tan magnánimos :) ¡Muchas gracias por pasar por aquí, Carlos!

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